domingo, 21 de noviembre de 2010

Un Rey "Perdedor"

Lucas 23, 35-43. Solemnidad N.S. Jesucristo Rey del Universo.

Un rey que ejerce su poder únicamente con la fuerza del amor, del perdón, de la humildad y de la mansedumbre.

Autor: P. Sergio Cordova LC Fuente: Catholic.net
Lucas 23, 35-43

Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: "A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido." También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: "Si tú eres el Rey de los judíos, ¡sálvate!"
Había encima de él una inscripción: "Este es el Rey de los judíos." Uno de los malhechores colgados le insultaba: "¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!" Pero el otro le respondió diciendo: "¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho."
Y decía: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino." Jesús le dijo: "Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso."

Reflexión

Con este domingo llegamos al final del ciclo litúrgico. El último domingo de cada año, la Iglesia cierra con broche de oro el ciclo ordinario con la fiesta de Cristo Rey. Y el próximo domingo iniciaremos nuestra preparación para la venida del Señor en la Navidad: el adviento.

Hoy celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Lo confesamos supremo Señor del cielo y de la tierra, de la Iglesia y de nuestras almas. Pero es “escandaloso” el modo como ejerce su realeza. Todos los reyes de este mundo mantienen su reinado con la fuerza de las armas, y ostentan el esplendor de su riqueza y de su poder. Como que es algo “connatural” a su condición y a su nobleza. Pero creo que nunca han existido, ni existirán jamás sobre la faz de la tierra, reyes “pobres” o “débiles”. Serían víctimas fáciles de sus enemigos, que usurparían su trono sin ningún género de escrúpulos. Ésa ha sido la ley de vida a lo largo de toda la historia de la humanidad.


Jesucristo es Rey. Pero un rey muy distinto. Es un rey sin armas, sin palacios, sin tronos, sin honores; un rey sin ejército y sin soldados. Un rey que ejerce su poder únicamente con la fuerza del amor, del perdón, de la humildad y de la mansedumbre. Un rey que no atropella ni violenta a nadie, y que no impone su yugo o su ley por capricho. El que lo acepte como rey, debe acogerlo libremente y abrazar su misma “lógica”, que es la del amor y del perdón.

Cristo es -si podemos hablar así- un rey “débil” porque Él mismo quiso escoger la debilidad para redimirnos. “Donde está la cruz, no hay lugar para los signos de la fuerza”. No recuerdo dónde leí esta frase, pero es totalmente cierta. Cristo es Rey. Pero no tiene armas. Las armas las tienen sus enemigos. Cuando Pilato, antes de condenarlo a muerte, le preguntó si era rey, Jesús le dio una respuesta desconcertante: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado en manos de los judíos; pero mi reino no es de aquí” (Jn 19, 36). Palabras misteriosas, pero profundamente reveladoras.

Cristo es rey. Pero no según los cánones y criterios de este mundo. Su soberanía es la del amor, de la justicia y de la paz. Su trono es una cruz; su cetro, una caña con la que le golpean la cabeza; su corona, una corona de espinas. Su reino es para los pobres y humildes de corazón, para los mansos, los pacíficos y los misericordiosos; para los perseguidos por la verdad y la justicia. Su programa de vida se resume en el Sermón de la montaña, en las bienaventuranzas y el mandamiento de la caridad. Sus súbditos y sus amigos predilectos son los pobres y pecadores; sus compañeros de destino, los malhechores, como ese “buen ladrón” que encontramos en el evangelio de hoy.

Los judíos y los príncipes de los sacerdotes que ultrajan a Cristo crucificado hablan un lenguaje de poder y lo desafían a que demuestre su fuerza bajando de la cruz: “Si de verdad es el Hijo de Dios, que baje de la cruz, que se salve a sí mismo”. Y lo mismo le dice el otro de los ladrones crucificados con Él. Pero Jesús no hace caso. Su fuerza es el perdón, el amor y la misericordia. Y así lo descubre ese “buen ladrón”.

En efecto, este buen hombre -que, a pesar de haber sido un malhechor toda su vida- supo demostrar su nobleza de alma en el momento supremo de su existencia y pudo reconocer en Jesús al Mesías y al Salvador del mundo. Éste no le pide a Jesús que lo ponga a salvo y que lo libere de los dolores corporales; pero con su fe alcanza de Cristo la salvación completa de su alma y el premio del paraíso.

Otra vez vemos a Cristo, como en el caso de Zaqueo, rodeándose de amigos “poco recomendables”. Pero Cristo vino a salvarnos a todos, comenzando por los pecadores. Y sólo si nos reconocemos necesitados de la gracia, como el buen ladrón, seremos dignos de participar en el Reino eterno de Jesucristo.

¡Qué afortunado este buen ladrón! En el último instante de su vida supo “robarle” a Cristo también el cielo! Pero más que “robo”, se trata de un regalo maravilloso e inmerecido de la misericordia de Dios. Así es Jesús. Su corazón es infinito porque es el corazón de un Dios, de un Padre con entrañas de ternura y de compasión.

Para eso vino a este mundo y para eso se encarnó. Por eso está en la cruz con los brazos abiertos: para acogernos siempre, sin condiciones. Lo único que espera de nosotros es nuestra confianza, nuestro arrepentimiento y el abandono total en sus manos.

Ojalá que este día de Cristo Rey, también nosotros queramos aceptar la soberanía de Jesucristo y le proclamemos Señor de nuestras vidas volviendo a Él de todo corazón, y haciendo que muchos otros hombres y mujeres, comenzando por los que viven a nuestro lado, se acerquen al amor misericordioso de nuestro Redentor. ¡Venga a nosotros tu Reino, Señor

domingo, 7 de noviembre de 2010

Los muertos resucitaran: El Es un Dios de vivos, todos viven por El.

Lucas 20,27-39

Homilía Domingo XXXII Tiempo Ordinario.

Hemos llegado acompañados de san Lucas a Jerusalén. Nos encontramos en la explanada del templo donde Jesús se enfrenta por última vez con sus adversarios, en esta ocasión será con los saduceos. Jesús aprovecha la ocasión para revelar su destino y el nuestro: hijos de Dios, partícipes de la misma vida de Dios y de su amor, una condición nueva donde somos liberados de los condicionamientos y límites terrenos.

Es de este modo como llegamos al final del año litúrgico, tiempo de meditar respecto a la esperanza cristiana, tiempo de atravesar el umbral de la muerte y ponderar el horizonte de la comunión definitiva con el Dios de la vida. Jesús nos invita a distinguir entre los hijos del mundo y los hijos de Dios. Consideremos cuáles son nuestras esperanzas, en dónde buscamos nuestra vida, qué medios ponemos para llegar a ser feliz. Esto solo se puede dar en la interioridad.

Todos hemos tenido experiencias de momentos disfrutados, y desearíamos de algún modo alargarlos si fuera posible: experiencias de intimidad con el otro gozosamente compartida, experiencias de paz y armonía de corazón donde nos hemos sentido de algún modo bien con nosotros mismos, esas fiestas desbordantes, esas experiencias de solidaridad en los esfuerzos, experiencias de disfrutar y gozar de la naturaleza. Son esos momentos de felicidad verdadera, de alegría limpia, de amor transparente e intenso, los que nos permiten presentir y escuchar mejor en el fondo de nuestra interioridad el destino último de nuestra vida: la eternidad.

Al mismo tiempo que existen estas situaciones, también nos topamos con realidades tristes y hasta frustrantes, ya sea el absurdo de aspiraciones que no llegarán a su fin o que ni siquiera la sociedad nos dará opción a conseguirlas (estudios, exámenes de acceso, puestos en el trabajo, un amor fiel, entre otras cosas). La peor situación se encuentra en la soledad, en la monotonía de hacer siempre lo mismo, o en el no hacer nada, situaciones que hacen ver cómo el tiempo pasa y pesa, el fracaso en los estudios, en el trabajo, y nos dejamos dominar por esos sentimientos que son como veleta, un momento bien, otro mal, según soplen los vientos.

Mas no somos hijos de este mundo ni de su ambiente, por eso es que experimentamos que cuanto más tenemos, sabemos, hacemos, más melancolías, tristezas, depresiones y memorias amargas se nos cruzan en el camino, como muro inquebrantable.

¡Es curioso! Pero a una alegría pasajera corresponde proporcionalmente un nivel igual pero de tristeza espiritual. Esto nos hace entender y creer que no somos hijo de esta tierra, ni nuestra naturaleza acabará en nada. No somos de este mundo ni de lo que hay en él.

El aparecer en el tener, saber, poder, etc., no son más que circunstancias, pero no son vida; no podemos vivir por ellas ni para ellas. Nuestra identidad es manifestar el amor de Dios usando de todo en orden al amor, somos centro y cima de los bienes de la tierra, dominamos los bienes y no ellos a nosotros.

Si nos pasan estos momentos de auténtica “muerte” en vida es por una razón más que sencilla: Según el amor que tengamos, gozaremos de mayor o menor felicidad. Si buscamos el amor propio o a las cosas pasajeras, nos encontraremos con la muerte interior. Un instante de amor es capaz de cambiar algo en tu vida, pero no es capaz de darte identidad, sino que te hará sentir más necesitado, con más melancolía y exageradamente limitado.

Ya exclamaba novelista Dostoviesky: Un instante de amor no basta para una vida humana, pues estamos creados para un amor constante, eterno. Todo ser humano lleva grabado en su corazón el deseo de un amor infinito, en su hondura, su fidelidad, su duración: un amor que llene nuestra vida de sentido, que le dé la libertad y la haga eterna, esto es que nos dé identidad.

De igual modo que nos resistimos a vivir de felicidad de instantes, a mantener sencillamente en la memoria los buenos momentos y a la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. Toda imaginación fracasa ante la muerte. ¿Dónde podemos encontrar este amor que es más fuerte que la muerte? ¿Quién ama con un amor así si no es nuestro Padre Dios? Ese Amor es quien nos dio la vida y nunca dejará de dárnosla, porque la ha creado para la eternidad.

Nuestra vida se encuentra en la interioridad, en el diálogo con Dios Amor que es quien nos sostiene, quien nos eterniza hoy mediante su Palabra y su amor manifestados sensiblemente en los Sacramentos.

Nuestra identidad no es determinada por las cosas ni las circunstancias, ni siquiera el tipo de amor que recibimos de los demás: que aman según lo que tengo, sé o hago. No soy imagen y semejanza de la nada para dejarme definir por las cosas, personas o situaciones. Nuestra identidad la determina el diálogo amoroso con Dios. Porque somos amor de Dios, amor eterno, somos de naturaleza divina, reflejo de la misma gloria de Dios, creados para la incorruptibilidad. El amor de Dios quiere nuestro corazón de hijo, que manifestemos su mismo amor como respuesta a su amor.

En aquel tiempo, Jesús dijo a los saduceos, que niegan la resurrección de los muertos:…

Los saduceos era un grupo formado por grandes familias sacerdotales y la aristocracia laica, negaban la resurrección y eran marcadamente tradicionalistas, sólo aceptaban la ley escrita, el Pentateuco, y la interpretaban de modo fundamentalista, no aceptaban la tradición oral ni su desarrollo en la historia ni tampoco el patrimonio de la fe de Israel.

Se confrontan a Jesús al cual ven como un maestro o rabí que solucionaba casos o asuntos oscuros en la ley. Se presentan con el típico “La Ley dice que…” o “La Biblia dice que…”. En nombre de la Escritura quieren poner en evidencia a Jesús. Con un argumento que desemboca en el absurdo exponen a Jesús que la doctrina de la resurrección es incompatible con la ley. Y para ello presentan la ley del levirato, en la que Moisés habla de si alguien muere sin dejar descendencia, el hermano de éste debe darla a la esposa viuda. Y presentan un caso exagerado, con el ejemplo de hasta siete hermanos. Y después de ello, preguntan a Jesús que cuál de ellos será el esposo cuando llegue la resurrección

“En esta vida, hombre y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado...

Jesús acepta el reto y les responde hablando de la nueva esperanza que Él trae. Jesús describe la vida futura como una nueva condición: primero, ha de pasarse por un juicio en el que se sentenciará los que son dignos de ella y de la resurrección; y segundo, donde la inmortalidad y la nueva relación con Dios, de filiación, de participación en la misma Vida de Dios será lo único. Jesús nos indica que la vida de Dios es plena y permanente, por lo que la institución matrimonial con la procreación será irrelevante, seremos liberados de los vínculos terrenos que nos atan.

Jesús habla de la nueva relación personal con Dios. La resurrección no es continuación de la vida presente sino plenitud que transforma a la persona radicalmente de tal modo que llega a la comunión con la misma vida y amor de Dios. Algo difícil de entender desde nuestra lógica y nuestra forma de ver las realidades cotidianas.

Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven”.

Jesús les responde a los saduceos desde el Pentateuco, único escrito que aceptaban. Y lo hace recurriendo a la identidad de Dios, citando específicamente el Éxodo, donde toma fundamento para hablar sobre la fidelidad de Dios a su poder y a su Alianza. Las promesas de Dios no pueden ser incumplidas, ni siquiera a causa de la muerte. Por eso al decir en presente “Dios de…” y los que cita no son muertos, sino vivos “…Abraham, Isaac, Jacob”. Por tanto, si todo terminara en la muerte, Dios sería infiel a su promesa.

Jesús nos revela que Dios es Vida, Dios es Amor, y su deseo es la comunión con Él. Nuestra perspectiva entonces es la vida futura, con lo que nos ayuda a relativizar la vida presente.

Tengamos en cuenta que no podemos representar el estado de la resurrección, pues caeríamos en idolatría, siempre quedará como inapropiado. Ciertamente no es una abstracción ni un lugar físico. Es la comunión con Dios, por eso se dice constantemente en la Escritura: “Yo estoy contigo”, en presente; “Con amor eterno te he amado”. O como dice el dicho personalista: Amar a alguien es decirle: ‘Tú no morirás’.

Jesús nos señala, a través de la circunstancia con los saduceos, que el ser discípulo misionero implica caminar hacia la eternidad con Él, conscientes que los bienes de este mundo, incluido el matrimonio, son relativos, y solo adquieren su sentido en el ser ordenados a Dios. Nuestra esperanza no es el bien terreno, sino el estar con Dios, la amistad con Él. Y esta esperanza empieza en el hoy, aquí y ahora de nuestra vida: la alimentamos en la oración, el sufrimiento y en la meditación del juicio final, y la hacemos presente en los sacramentos.

Nuestra vida, entonces, se asemeja a un feto en gestación. La labor que tenemos en esta vida es la de dejar que Dios nos moldee, en dejar que Dios, su Espíritu, nos forme en nosotros la imagen perfecta, a Cristo, imagen visible del Dios invisible, a quien hemos de reproducir. Así como un feto recibe todo el alimento de la madre por el cordón umbilical, de igual manera nuestra vida es alimentada por Dios mediante un cordón umbilical: es por ahí donde pasa nuestra salud. Si el feto permanece unido a la madre por el cordón se desarrolla perfectamente. Ahora bien, si el feto se separa de la madre, muere, inevitablemente.

¿Cuál es el alimento que Dios nos ofrece? Su Palabra y su Amor dado en los signos sensibles de sus sacramentos. Crecemos en la eternidad si escuchamos la Palabra, la entendemos, la comprendemos, nos convencemos de ella y nos transformamos en ella misma, en sacramento viviente del amor de Dios.

Con los Sacramentos de la Iglesia nos alimentamos en todos los momentos de esta Vida, que es lo que simboliza el número
7: totalidad: en el Bautismo nacemos de Dios, en la Eucaristía nos alimentamos de la Palabra y del Cuerpo y Sangre de Cristo para transformarnos en lo que recibimos, en la Confirmación se nos confirma en el discipulado de Jesús, en el Orden sacerdotal nos consagramos a la Palabra hecha carne, en el Matrimonio nos convertimos en colaboradores de la obra creadora de Dios, en la Reconciliación, se nos sana de lo que obstaculiza la vida, el pecado, en la Unción se nos sana de nuevo para la eternidad.

*¿Qué esperanzas tengo y alimento en mi vida? ¿En verdad relativizo las cosas de este mundo y las ordeno a Dios?

*¿Creo sinceramente que ser discípulo y misionero de Jesús es caminar hacia la eternidad con Él?

*¿No creo más que en este mundo y en sus cosas? ¿Vivo para Dios, esto es para las cosas del cielo o para las cosas de esta tierra?

*¿Vivo los sacramentos como auténticos encuentros con Cristo vivo con el itinerario hacia la eternidad, o los reduzco a costumbres, o peor, a magia?

*¿Vivo la identidad y misión de la Iglesia como servidora de la vida de Dios?

(Fuente:Seguimiento de Cristo en el Espíritu)

miércoles, 3 de noviembre de 2010

El Amor se goza en la verdad

CARACTERÌSTICAS DEL AMOR


Buenas noches, Bienvenidos a esta Escuela de la Palabra, en la que cada uno nos podemos sentir en confianza, porque no somos siervos que van y vienen sin saber que hace su señor, dice la Palabra de Dios: “A ustedes no les llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su Señor, a ustedes les llamo amigos, porque les doy a conocer todo”. También nos podemos sentir en confianza, porque no nos elegimos nosotros para participar de la Escuela es Cristo quien nos eligió y nos ha destinado para que vayamos y demos fruto abundante y duradero (Jn 15,15-16).

Por eso vamos a darle un aplauso a Cristo, el que nos llama amigos y el que nos ha elegido para algo muy grande: “para que vayamos y demos fruto abundante y duradero”, y este fruto es el Amor; pero no cualquier amor, sino con las características del que es el AMOR.

Esta mañana le preguntaba al Sr. ¿Cuáles son las características de tu Amor? ¡Dámelas a conocer!, ¡Que las conozca para que nuestra vida de el fruto que al que tu nos has destinado!. ¿Cómo podemos dar ese fruto abundante y duradero? ¿Cómo podemos dar el fruto del Amor con las mismas características?

La Palabra es sabia, es nuestra sabiduría, es lámpara para nuestros pasos, y luz en nuestro camino, nos dirige y nos orienta:

Dice el Profeta Jeremías (Jr 17,7-8): “¡Bendito el que confía en Yavé, y que en él pone su esperanza! Se asemeja a un árbol plantado a la orilla del agua y que alarga sus raíces hacia la corriente: no tiene miedo de que llegue el calor, su follaje se mantendrá verde; en año de sequía no se inquieta, ni deja de producir sus frutos.

Feliz el hombre que confía en el Señor, pues feliz la persona que confía en la Palabra porque nuestra vida puede cambiar, puede estar verde, con vida en tiempo de calor, en las dificultades no se inquieta, y no deja de producir frutos. ¿Qué tiene la Palabra que no nos deja igual? ¿Qué tiene que puedes estar pasando dificultades y no secarte, tener, fe, esperanza y más amor? ¿Por qué el Amor no se agota? ¿Por qué no dejas de producir frutos, aunque seas pobre y limitada?

¡Feliz el hombre que confía en la Palabra! Ahí está el quid, es la clave de todo lo que podemos experimentar. Pues esta semana podemos empezarla así, “CONFIANDO EN LA PALABRA” para ser testigos del poder del Amor que va en nosotros sembrando sus mismas características. No podemos quedarnos fuera de la experiencia de esta confianza, porque la pasamos mal, muy mal. Es condición de vida o muerte.

Es el paso de la muerte a la vida, para poder amar a nuestros hermanos y solo vivimos este paso confiando en la palabra y tomando una determinada determinación por querer amar, por no querer vivir enfermos, infirmes; porque la falta de amor nos hace “vivir leprosos”. Vamos a hondar en la experiencia de Naamán quien era el comandante, jefe del ejército del rey de Aram.

 Era un hombre muy estimado por su señor,

 su favorito porque había ganado varias victorias.

 Pero este hombre valiente era leproso.

Pero un día la sirvienta de su mujer le dijo a su patrona: «¡Ojalá mi señor se presentara al profeta que hay en Samaria, pues él le sanaría la lepra!» El rey de Aram le dijo: «¡Anda inmediatamente! Te voy a entregar una carta para el rey de Israel».

Fue pues Naamán con sus caballos y su carro y se detuvo a la puerta de la casa de Eliseo. Eliseo le mandó decir por medio de un mensajero: «Vé a bañarte siete veces en el Jordán y tu carne será como antes y quedarás sano».

Confiar en la Palabra de Dios es vital, nos introduce en la experiencia de la sencillez de vida, porque el Amor es sencillo, no es complicado cuando estamos fuera de este trato amoroso, nos complicamos la existencia y se la complicamos a los demás, porque como dice el profeta Jeremìas: “El corazón es lo más complejo, y es perverso: ¿quién puede conocerlo? Yo, Yavé, yo escudriño el corazón y sondeo las entrañas”. Cuando estamos en el orgullo, lo sencillo no nos dice nada, nos enoja, nos provoca cólera porque no está a nuestra altura, creemos que no satisface nuestra necesidad. A Naamán no le bastó meterse a bañarse siete veces para que se curara, porque él esperaba otra cosa. Era poco para su pretensión y para lo que él creía merecer. Es una experiencia fuerte estar en el orgullo, en la soberbia.

Experiencia de orgullo – soberbia. “Tú estabas arriba y yo abajo y te envié a la discípula más sencilla para que te abajaras, era la que estaba a la medida de tu necesidad. Pensabas que ella no te aportaba nada, sin embargo fue la que te pudo abajar de tu orgullo, porque necesitabas “la experiencia de un amor sencillo, el amor es sencillo”, ella te hizo añorar la experiencia de Dios y la fe sencilla que tenía esa discípula y la sencillez con la que predicaba, además se le veía feliz, descomplicada y contenta; y tú en el “imbo” porque estabas tan arriba que solo estabas tu, nada te llegaba y nada te bastaba, “tu tan arriba y yo tan abajo, no nos podíamos encontrar”.

Para ahondar en las características del Amor, desde arriba no las captamos, no profundizamos vemos todo tan abstracto, ilusorio, tan al margen de nuestra vida, que no nos toca, porque estamos como Naamán: nos acercamos a la Palabra de Dios con todas nuestras prepotencias: caballos, carros, etc. Luego, nos dicen confía en la Palabra de Dios, “ve y báñate siete veces en el Jordan ” y tu carne quedará limpia. No creemos que esta respuesta o propuesta sea nuestra salvación, nuestra curación para el orgullo y soberbia que nos hace estar leprosos. Nos marchamos indignados como Nahamán, murmurando, y reclamando (frutos del orgullo), y se enojó, se fue diciendo:



«Yo pensaba que saldría a verme en persona, que invocaría el nombre de Yavé su Dios, que pasaría su mano por la parte enferma y que me libraría de la lepra. ¿No son los ríos de Damasco, el Abna y el Parpar, mejores que todos los de Israel? ¡Me habría bastado con lavarme allí para sanarme!» Muy enojado dio media vuelta para irse.

El Amor es amor y no admite soborno, sino que él cura y va imprimiendo en nuestras vidas las fasetas de su amor por otros caminos, no por donde pensamos o desde nuestras expectativas. El camino es confiando en la Palabra de Dios que nos abaja, nos hace ser sencillos como palomas y astutos como serpientes, porque no es siendo leones rugientes que buscamos a quien devorar, ni desde las pretensiones tan grandes que tenemos que hacen que más nos pese la vida. Lo que Dios nos invita a través de los demás es a hacer cosas sencillas, tan sencillas que están a nuestro nivel, a nuestra capacidad, pero con la certeza de que nos vamos a curar, y nuestra piel será como la de un niño, nuestro amor manifestará un amor sencillo, descomplicado, que descomplique a los demás, que genere ambientes de descomplicación, porque la sencillez nos quita cargas pesadas, nos hace ver todo con una nueva luz, nos libera, nos reconcilia nuestra lepra, nuestras heridas y nos vuelve a la confianza, a creer nuevamente. Es en tu piel que vas a experimentar las facetas del Amor de Cristo.

Pero, necesitamos sirvientes que con libertad se acerquen a nuestra vida y se atrevan a decirnos, se atrevan a pasar por nuestras reacciones, nuestros enojos, nuestra soberbia y nuestros reclamos, como los sirvientes de Naamán: “Pero sus sirvientes se acercaron y le dijeron: «Padre mío, si el profeta te hubiera pedido algo difícil ¿no lo habrías hecho? ¿Por qué, pues, no lo haces cuando tan sólo te dice: Lávate y quedarás sano?»


El Amor es sencillez, y lo sencillo va en contra del orgullo. Es la sencillez del que no es egoísta, del que ama en la verdad, del que disculpa todo, del que no se engríe, no se afirma en sus ideas, (Cfr. 1Cor 13,1ss) sino que se fía de lo que le dicen los demás, de la Palabra de Dios, se goza en la verdad de la Palabra de Vida. Por tanto, el camino de sencillez es eficaz, es lo que cura toda enfermedad. Es volver a la sencillez de vida, a gozarnos en la verdad de la Palabra, para disfrutar de lo sencillo.

“Bajó pues y se sumergió en el Jordán siete veces, tal como le había dicho el hombre de Dios. ¡Y después de eso su carne se volvió como la carne de un niñito; estaba sano!”

Volver a la sencillez es fácil, supone doblegarnos, reconocer nuestros orgullos, nuestra soberbia y tomar una determinada determinación. ¡Mira lo que te espera! Lo más grande, lo que añoras profundamente, tener una piel, una carne de niño, un corazón sensible al hermano.

Es el mismo Amor de Jesús:

Jn 8,3-11:

 El amor no coloca en el centro a nadie para juzgar según la ley, sino que le liberarás, porque el amor libera.

 El amor se inclina, se abaja hasta donde está la persona, y ama con un silencio elocuente.

 No arroja piedras, si no que pone a los demás en su verdad.

 El amor escribe en el suelo, cuantas veces haga falta, para escuchar de Dios la palabra y el gesto oportuno.

 El amor dialoga, para hacer caer en cuenta que nadie te condena.

 Y el amor envía, dispone a la persona a dar fruto abundante y duradero.

Pidamos a nuestra Madre, que nos regale de su sencillez, para confiar en esta noche en la Palabra y dejar que nos cure de todas nuestras lepras y podamos manifestar en nuestras vidas todas esas características del Amor del Dios como fruto abundante y duradero.

Para poder ser una comunidad fecunda, llena de Vida y de Amor. Una comunidad sencilla y descomplicada.

ESCUELA DE LA PALABRA DE DIOS
CICLO: TU VIDA ES PARA AMAR TEMA: Características del Amor.

Miércoles: Orar la escuela.
Jueves: Jr 17,7-8; Sal 1,1-5: Feliz el hombre que confía enla Palabra y en ella pone su esperanza.
Viernes: 2 Re 5,1 -11: El amor es sencillez y cura nuestra lepra: La soberbia.
Sábado: 1 Cor 13,1-7: El amor se goza en la verdad.
Domingo: Jn 8,3-5: El amor va más allá de la ley.
Lunes; Jn 8, 6-11: El amor guarda silencio y nos libera.
Martes: Jn 15,15-16: El amor todo lo cree, por eso nos elige y nos destina a dar fruto abundante y duradero.