domingo, 7 de noviembre de 2010

Los muertos resucitaran: El Es un Dios de vivos, todos viven por El.

Lucas 20,27-39

Homilía Domingo XXXII Tiempo Ordinario.

Hemos llegado acompañados de san Lucas a Jerusalén. Nos encontramos en la explanada del templo donde Jesús se enfrenta por última vez con sus adversarios, en esta ocasión será con los saduceos. Jesús aprovecha la ocasión para revelar su destino y el nuestro: hijos de Dios, partícipes de la misma vida de Dios y de su amor, una condición nueva donde somos liberados de los condicionamientos y límites terrenos.

Es de este modo como llegamos al final del año litúrgico, tiempo de meditar respecto a la esperanza cristiana, tiempo de atravesar el umbral de la muerte y ponderar el horizonte de la comunión definitiva con el Dios de la vida. Jesús nos invita a distinguir entre los hijos del mundo y los hijos de Dios. Consideremos cuáles son nuestras esperanzas, en dónde buscamos nuestra vida, qué medios ponemos para llegar a ser feliz. Esto solo se puede dar en la interioridad.

Todos hemos tenido experiencias de momentos disfrutados, y desearíamos de algún modo alargarlos si fuera posible: experiencias de intimidad con el otro gozosamente compartida, experiencias de paz y armonía de corazón donde nos hemos sentido de algún modo bien con nosotros mismos, esas fiestas desbordantes, esas experiencias de solidaridad en los esfuerzos, experiencias de disfrutar y gozar de la naturaleza. Son esos momentos de felicidad verdadera, de alegría limpia, de amor transparente e intenso, los que nos permiten presentir y escuchar mejor en el fondo de nuestra interioridad el destino último de nuestra vida: la eternidad.

Al mismo tiempo que existen estas situaciones, también nos topamos con realidades tristes y hasta frustrantes, ya sea el absurdo de aspiraciones que no llegarán a su fin o que ni siquiera la sociedad nos dará opción a conseguirlas (estudios, exámenes de acceso, puestos en el trabajo, un amor fiel, entre otras cosas). La peor situación se encuentra en la soledad, en la monotonía de hacer siempre lo mismo, o en el no hacer nada, situaciones que hacen ver cómo el tiempo pasa y pesa, el fracaso en los estudios, en el trabajo, y nos dejamos dominar por esos sentimientos que son como veleta, un momento bien, otro mal, según soplen los vientos.

Mas no somos hijos de este mundo ni de su ambiente, por eso es que experimentamos que cuanto más tenemos, sabemos, hacemos, más melancolías, tristezas, depresiones y memorias amargas se nos cruzan en el camino, como muro inquebrantable.

¡Es curioso! Pero a una alegría pasajera corresponde proporcionalmente un nivel igual pero de tristeza espiritual. Esto nos hace entender y creer que no somos hijo de esta tierra, ni nuestra naturaleza acabará en nada. No somos de este mundo ni de lo que hay en él.

El aparecer en el tener, saber, poder, etc., no son más que circunstancias, pero no son vida; no podemos vivir por ellas ni para ellas. Nuestra identidad es manifestar el amor de Dios usando de todo en orden al amor, somos centro y cima de los bienes de la tierra, dominamos los bienes y no ellos a nosotros.

Si nos pasan estos momentos de auténtica “muerte” en vida es por una razón más que sencilla: Según el amor que tengamos, gozaremos de mayor o menor felicidad. Si buscamos el amor propio o a las cosas pasajeras, nos encontraremos con la muerte interior. Un instante de amor es capaz de cambiar algo en tu vida, pero no es capaz de darte identidad, sino que te hará sentir más necesitado, con más melancolía y exageradamente limitado.

Ya exclamaba novelista Dostoviesky: Un instante de amor no basta para una vida humana, pues estamos creados para un amor constante, eterno. Todo ser humano lleva grabado en su corazón el deseo de un amor infinito, en su hondura, su fidelidad, su duración: un amor que llene nuestra vida de sentido, que le dé la libertad y la haga eterna, esto es que nos dé identidad.

De igual modo que nos resistimos a vivir de felicidad de instantes, a mantener sencillamente en la memoria los buenos momentos y a la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. Toda imaginación fracasa ante la muerte. ¿Dónde podemos encontrar este amor que es más fuerte que la muerte? ¿Quién ama con un amor así si no es nuestro Padre Dios? Ese Amor es quien nos dio la vida y nunca dejará de dárnosla, porque la ha creado para la eternidad.

Nuestra vida se encuentra en la interioridad, en el diálogo con Dios Amor que es quien nos sostiene, quien nos eterniza hoy mediante su Palabra y su amor manifestados sensiblemente en los Sacramentos.

Nuestra identidad no es determinada por las cosas ni las circunstancias, ni siquiera el tipo de amor que recibimos de los demás: que aman según lo que tengo, sé o hago. No soy imagen y semejanza de la nada para dejarme definir por las cosas, personas o situaciones. Nuestra identidad la determina el diálogo amoroso con Dios. Porque somos amor de Dios, amor eterno, somos de naturaleza divina, reflejo de la misma gloria de Dios, creados para la incorruptibilidad. El amor de Dios quiere nuestro corazón de hijo, que manifestemos su mismo amor como respuesta a su amor.

En aquel tiempo, Jesús dijo a los saduceos, que niegan la resurrección de los muertos:…

Los saduceos era un grupo formado por grandes familias sacerdotales y la aristocracia laica, negaban la resurrección y eran marcadamente tradicionalistas, sólo aceptaban la ley escrita, el Pentateuco, y la interpretaban de modo fundamentalista, no aceptaban la tradición oral ni su desarrollo en la historia ni tampoco el patrimonio de la fe de Israel.

Se confrontan a Jesús al cual ven como un maestro o rabí que solucionaba casos o asuntos oscuros en la ley. Se presentan con el típico “La Ley dice que…” o “La Biblia dice que…”. En nombre de la Escritura quieren poner en evidencia a Jesús. Con un argumento que desemboca en el absurdo exponen a Jesús que la doctrina de la resurrección es incompatible con la ley. Y para ello presentan la ley del levirato, en la que Moisés habla de si alguien muere sin dejar descendencia, el hermano de éste debe darla a la esposa viuda. Y presentan un caso exagerado, con el ejemplo de hasta siete hermanos. Y después de ello, preguntan a Jesús que cuál de ellos será el esposo cuando llegue la resurrección

“En esta vida, hombre y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado...

Jesús acepta el reto y les responde hablando de la nueva esperanza que Él trae. Jesús describe la vida futura como una nueva condición: primero, ha de pasarse por un juicio en el que se sentenciará los que son dignos de ella y de la resurrección; y segundo, donde la inmortalidad y la nueva relación con Dios, de filiación, de participación en la misma Vida de Dios será lo único. Jesús nos indica que la vida de Dios es plena y permanente, por lo que la institución matrimonial con la procreación será irrelevante, seremos liberados de los vínculos terrenos que nos atan.

Jesús habla de la nueva relación personal con Dios. La resurrección no es continuación de la vida presente sino plenitud que transforma a la persona radicalmente de tal modo que llega a la comunión con la misma vida y amor de Dios. Algo difícil de entender desde nuestra lógica y nuestra forma de ver las realidades cotidianas.

Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven”.

Jesús les responde a los saduceos desde el Pentateuco, único escrito que aceptaban. Y lo hace recurriendo a la identidad de Dios, citando específicamente el Éxodo, donde toma fundamento para hablar sobre la fidelidad de Dios a su poder y a su Alianza. Las promesas de Dios no pueden ser incumplidas, ni siquiera a causa de la muerte. Por eso al decir en presente “Dios de…” y los que cita no son muertos, sino vivos “…Abraham, Isaac, Jacob”. Por tanto, si todo terminara en la muerte, Dios sería infiel a su promesa.

Jesús nos revela que Dios es Vida, Dios es Amor, y su deseo es la comunión con Él. Nuestra perspectiva entonces es la vida futura, con lo que nos ayuda a relativizar la vida presente.

Tengamos en cuenta que no podemos representar el estado de la resurrección, pues caeríamos en idolatría, siempre quedará como inapropiado. Ciertamente no es una abstracción ni un lugar físico. Es la comunión con Dios, por eso se dice constantemente en la Escritura: “Yo estoy contigo”, en presente; “Con amor eterno te he amado”. O como dice el dicho personalista: Amar a alguien es decirle: ‘Tú no morirás’.

Jesús nos señala, a través de la circunstancia con los saduceos, que el ser discípulo misionero implica caminar hacia la eternidad con Él, conscientes que los bienes de este mundo, incluido el matrimonio, son relativos, y solo adquieren su sentido en el ser ordenados a Dios. Nuestra esperanza no es el bien terreno, sino el estar con Dios, la amistad con Él. Y esta esperanza empieza en el hoy, aquí y ahora de nuestra vida: la alimentamos en la oración, el sufrimiento y en la meditación del juicio final, y la hacemos presente en los sacramentos.

Nuestra vida, entonces, se asemeja a un feto en gestación. La labor que tenemos en esta vida es la de dejar que Dios nos moldee, en dejar que Dios, su Espíritu, nos forme en nosotros la imagen perfecta, a Cristo, imagen visible del Dios invisible, a quien hemos de reproducir. Así como un feto recibe todo el alimento de la madre por el cordón umbilical, de igual manera nuestra vida es alimentada por Dios mediante un cordón umbilical: es por ahí donde pasa nuestra salud. Si el feto permanece unido a la madre por el cordón se desarrolla perfectamente. Ahora bien, si el feto se separa de la madre, muere, inevitablemente.

¿Cuál es el alimento que Dios nos ofrece? Su Palabra y su Amor dado en los signos sensibles de sus sacramentos. Crecemos en la eternidad si escuchamos la Palabra, la entendemos, la comprendemos, nos convencemos de ella y nos transformamos en ella misma, en sacramento viviente del amor de Dios.

Con los Sacramentos de la Iglesia nos alimentamos en todos los momentos de esta Vida, que es lo que simboliza el número
7: totalidad: en el Bautismo nacemos de Dios, en la Eucaristía nos alimentamos de la Palabra y del Cuerpo y Sangre de Cristo para transformarnos en lo que recibimos, en la Confirmación se nos confirma en el discipulado de Jesús, en el Orden sacerdotal nos consagramos a la Palabra hecha carne, en el Matrimonio nos convertimos en colaboradores de la obra creadora de Dios, en la Reconciliación, se nos sana de lo que obstaculiza la vida, el pecado, en la Unción se nos sana de nuevo para la eternidad.

*¿Qué esperanzas tengo y alimento en mi vida? ¿En verdad relativizo las cosas de este mundo y las ordeno a Dios?

*¿Creo sinceramente que ser discípulo y misionero de Jesús es caminar hacia la eternidad con Él?

*¿No creo más que en este mundo y en sus cosas? ¿Vivo para Dios, esto es para las cosas del cielo o para las cosas de esta tierra?

*¿Vivo los sacramentos como auténticos encuentros con Cristo vivo con el itinerario hacia la eternidad, o los reduzco a costumbres, o peor, a magia?

*¿Vivo la identidad y misión de la Iglesia como servidora de la vida de Dios?

(Fuente:Seguimiento de Cristo en el Espíritu)

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